Sombras de África
Pasada la medianoche, con
el viento en sus talones y la luna en cuarto creciente, Nala atravesó el último
tramo de la cordillera. Tras cuatro meses agónicos por fin llegaba a la costa
marroquí. Furor extremo bajo la piel, gazuza en el estómago, sangre en la
camisa; ni las vicisitudes sufridas durante el viaje devoraron el pavor que
sintió al ver aquella masa de agua salada. Desde el borde del acantilado las
vistas hubieran sobrecogido a cualquiera, el negro marino se extendía
interminable hasta fundirse con el horizonte.
La furia del océano azota
con genio desmedido las estribaciones postreras del Atlas. Innumerables sus
vientos, de procedencia cualquiera; pero esa madrugada, una suave y cálida
brisa del sur, conocida por los lugareños como la Dulce Mora, invitaba a la
travesía. A Nala lo impulsaba el instinto más potente de todos, el de la supervivencia
por supuesto; o dicho de otra forma, el miedo atroz, el temor que el hombre
siempre ha tenido a la muerte.
Debía pensar por los
demás y comenzó a sentir el abrumador peso de la responsabilidad sobre sus
hombros, hasta entonces sólo había negociado el precio del pescado y la leche
en la plaza de su ciudad. Esta vez no había margen para el error ni tiempo que
perder, trece vidas humanas estaban en juego. Mar en calma, temperatura ideal,
cielo despejado; señales inequívocas se confabulaban para dar clarividencia al
necesitado. La decisión estaba tomada.
Todo comenzó en el punto
más meridional del gran desierto, a orillas del misterioso río Níger, en una
localidad maliense llamada Gao. Nala no pasaba de los veintiuno pero ya andaba
curtido en materia ácida. En una misma tarde vio como los diablos de Ansar
Dine, banda radical vinculada con el brazo de Al Qaeda, arrasaban su poblado.
No tuvieron compasión, ni siquiera atributo humano para perdonar el sufrimiento
de las criaturas. Desde su escondite secreto pudo observar los aspavientos y
comentarios grotescos que los delincuentes, entre mucho humo y alcohol,
dedicaban a las víctimas. Cuando se alejaron dudó en ayudar; así es el miedo.
El miedo le tenía agarrotado, el miedo le produjo vergüenza de sentir miedo en
vez de valor. ¡Valiente mierda de hombre soy! -pensó- Finalmente, cuando el
ensordecedor silencio se apoderó del callejón, sacó la cabeza de aquel agujero.
Le temblaban las piernas, no sabía que podía encontrar en casa de su amigo
Maisha. Antes de entrar advirtió su presencia con un silbido familiar, pero
nadie respondió. La puerta estaba encajada y gritó su nombre.
-Nala, ¿eres tú? – una de
las hermanas contestó desde el fondo de la habitación. Su voz entrecortada y
convulsa le produjo escalofríos.
No le dio tiempo a
responder, los cuerpos de los padres de sus amigos yacían inertes en un rincón
de la estancia principal salpicados de sangre por todas partes. El espeluznante
escenario olía a no sabía qué, a mezcla repulsiva que le incitaba a vómito y no
pudo evitarlo, regurgitó hasta el último grano de arroz que había en su
estómago. Sollozos, abrazos, lágrimas; demasiada injusticia para tan veniales
pecadores.
Desde ese trance
aterrador un único pensamiento comenzó a martillear la cabeza del joven Nala.
Huir, escapar, desaparecer; prefería zambullirse en la incertidumbre a seguir
viviendo en el infierno. Por otro lado, abandonarlo todo suponía, bueno; solo
el que ha vivido la horrible experiencia puede entenderlo. Familia, ganado,
tierras, todo a cambio de una remota posibilidad de éxito. Tampoco las noticias
que llegaban del territorio tuareg eran alentadoras, la ruta transahariana se
había convertido en la más peligrosa de todas.
La mañana del dos de mayo
de 2014 abandonó definitivamente Gao. Sus padres le proporcionaron la ingente
cantidad de 652 dólares, todos los ahorros familiares, suficiente según el
chófer para llegar hasta Marruecos y cruzar el estrecho. Cuando aquel vetusto
todoterreno enfiló dirección norte le costó no llorar. Aguantó el resuello
hasta que perdió de vista su pueblo. A partir de ese instante quedaría a merced
del dios Seth, protector de las caravanas que cruzan el desierto, o quizás en
manos del caprichoso destino, quién sabe; en cualquier caso ya no había marcha
atrás.
Recrearme en los
pormenores de tan largo viaje sería caer en la tentación, que cada cual
imagine, introduzca en un gran saco todos los ingredientes y saque sus propias
conclusiones. Metralletas, fronteras, esclavos, violaciones, asaltos, hambre;
no se podía pedir más en tan poco tiempo. Solo la esperanza permanecía intacta.
Contra todo pronóstico Nala hizo alarde de una valentía que ni él mismo creía
tener y de alguna manera hizo posible que aquel reducido grupo de almas
consiguiera llegar íntegro y de su mano a los confines de África. Un milagro.
Algo parecido a sortear un descomunal campo de minas y no sufrir daño alguno.
Antes del éxodo definitivo
quiso nombrar a todos y a cada uno de ellos: “Sharik, Niara, Alika, Menelik,
Sade, Moroni, Shany, Essien, Kikey, Zunduri, Tanisha, Zareb, Kiah. ¡No temáis!
¡Hoy es el día señalado! ¡Nos vamos!”.
A la deriva, sin rumbo, a
veinte millas de Fuerteventura les avistó aquel viejo barco de pescadores.
¡Manta y agua para esos héroes! – ordenó el capitán. Calados hasta los huesos,
conmocionados y trémulos los encontraron. La hazaña se había completado.
Pero aún quedaba la mayor
de las sorpresas. Al poco de tomar tierra advirtieron que faltaba alguien en el
grupo; el corazón se les iba a salir por la boca. Ni rastro de Nala. El océano
había ejecutado el trueque.
Hoy existe una
inscripción en el centro de refugiados realizadas por sus compañeros de viaje.
Dice así:
A Nala se lo tragó el
mar. Una vida a cambio de trece. Las corrientes lo arrastraron hacia un lugar
seguro, fuera de límites y fronteras, donde sueña a cambio de ninguna moneda y
su color oscuro es bienvenido.
¡Qué ningún vertido
tóxico te contamine, Nala!
¡Nala, si el Níger es río
de ríos, tú eres héroe entre héroes, Nala!
A todas las sombras de África, almas
rutilantes que atraviesan el desierto en busca de un futuro mejor.
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